martes, 17 de noviembre de 2009

MUJER, DIJO LA PARTERA

Ana nunca había planeado tener seis hijos. Pero sí una hija.
Los primeros cinco intentos, fueron varones. Los tuvo como quien se come muy a su pesar los primeros caramelos que caen de un bolillero, a la espera de que en la siguiente oportunidad caiga el más codiciado. Ese que le hacía segregar litros de saliva. Ese de color pálido pero de aroma tropicalísimo e intenso. Su preferidísimo caramelo de sabor a ananá.
Por supuesto que Ana amaba a sus caramelos de gustos no deseados. Eran varones, pero los amaba.
Teo. El primero. Tan gracioso y tierno. Tan irritablemente dependiente del visto bueno. A falta del de Ana o del de Esteban, su papá, era bien recibido el de algún hermano o el de Jannette Vinaia Rodriguez, la mucama boliviana con nombre de Miss Universo. A veces hasta le bastaba el de Tristán, el perro labrador viudo de alguna Isolda que con el repiqueteo constante de su cola parecía decirle que sí a su próximo gran proyecto, ir a bañarse. Su futuro olía a fracaso.

Demasiado pronto llegó Noel. Salvaje como la maleza que la abuela Lela se encargaba de aniquilar del jardín en el que Ana se perdía por horas. Desobediente hasta el hartazgo pero fiel a sus más íntimos deseos. Hacer lo que se le daba la reverenda gana. Para él todo el año era navidad.

Dos años después llegó Jaime. Económico en palabras. En apariencia sumiso pero terriblemente específico y peligroso. Adicto a las mentiras y a los vueltos ajenos. Amo y señor de todas las llaves perdidas de la casa que lograba encontrar con la precisión de los detectives asexuados de los libros de Agatha Christie.

Jerónimo, el del medio, llegó en sólo siete meses. Pero de indio nada. Más bien llorón y conflictuado. Adicto a la comparación y a la ofensa. Sensible incurable con dotes para el dibujo y la música. Un artista.

Belisario, ocupó el último lugar, pero no en sabiduría. Estudioso y circunspecto. Un sobrestimulado de seis años que sabía casi todo. Menos llegar a la cama solo. Al terminar de comer casi siempre se quedaba dormido sobre la mesa ahogando las migas de pan en un río interminable de baba que bajaba por su cachete redondo hasta humedecer el mantel. Alérgico a las caricias pero siempre atento para detectar quien las recibía y quien no. El último. Pero ningún orejón del tarro. De eso se encargaba Ana que sobre el tema sabía mucho más de lo que le hubiera gustado saber alguna vez.
Para ella, ser la útima de la camada nunca había significado una ventaja. Desventajas, todas. Tal vez estuviese equivocada pero lo dudaba seriamente.

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