domingo, 31 de enero de 2010

PARA MI PLANTA SIN NOMBRE

No me convenzo de que esté muerta. Insisto. La riego cada mañana, más tarde la corro hasta el cono de sombra que se forma sobre las baldosas cuando el sol se empecina en chamuscarla. Y la vuelvo a mover cuando llueve y desde la canaleta cae ese chorro maligno que come la tierra de su maceta.
No sé su nombre y eso me incomoda. ¿Alegría del hogar, margarita, binca, coral, petunia?. No. Con ninguno se da vuelta.
Era tan linda. Tan etérea, tan lila y tan buena. Convidaba alegre su peluca de pétalos. Y porque un día me olvidé de transplantarla y otro de correrla y otro de regarla y otro de acordarme y otro de quererla…se ha muerto.
Mi planta sin nombre ya no respira, ni fabrica clorofila, ni se abre ni se cierra. Ya no le estallan flores del más pálido lila, ni dibuja redondeces con sus hojas.
Se arrastra gris sobre la tierra húmeda exponiendo sus tallos amarillos a la intemperie.
Albergo la esperanza con disimulo. De que aunque todo indique lo contrario en alguna parte mi planta siga viva.
¿Vas a brotar otra vez? ¿Te estás haciendo la muerta para castigarme por mi descuido?
Querida planta sin nombre, si no es así, quiero que sepas que me duele haberte dejado morir. Porque me di cuenta que aunque en todos estos años haya aprendido a sumar y a restar, a sacarle el hollejo a las naranjas, a depositar un cheque en una cuenta bancaria, a hacer soufflé de queso y una esfera de origami, a no mezclar prendas de colores en el lavarropas… aún no he aprendido a cuidar.