lunes, 28 de septiembre de 2009

LA FOTO

Corrí la foto de mi hermana Julia hacia la izquierda y puse la que tenía en mis manos a su lado. Después de contemplar el conjunto de cerca por unos segundos me ubiqué a cierta distancia para examinar cada detalle.
Las fotos en blanco y negro siempre me habían parecido tan extrañas. Imágenes neutras en color y tiempo. Esta en particular transmitía esa extraña sensación y algo más, que no podía atrapar con la trama de las palabras. Tal vez la sinuosidad de las gaviotas o las nubes esqueléticas. Las sombras proyectadas por el oleaje de pisadas sobre la arena. Con obsesivo interés apoyé mis ojos sobre la mujer parada de espaldas. Recorrí su pelo, sus piernas, su vestido detenido y blanco. En el viento. Un aroma me tomó por sorpresa. ¿Narcisos? Todo en la imagen transmitía un silencio frío y quieto.
Hasta que una niña. Entró a cuadro desde la izquierda dirigiendo su trote infantil en dirección al mar. Su intencionalidad, entre macabra e ingenua, superó mi estupor frente al fenómeno inexplicable.
Sentí miedo. Por la imagen que latía extrañamente desbocada dentro de la escena. En una de sus manos llevaba un balde y en la otra, un molde de plástico con forma de langosta. Al sentir la arena húmeda bajo sus pies, se detuvo. Dibujó un garabato con su dedo gordo y después de contemplarlo por algunos segundos, festejó dando más de siete vueltas con la mirada unida al cielo. Cansada de tanta inmensidad, bajó la cabeza y se puso en cuclillas. Dejó caer el baldecito y el crustáceo a un costado de sus piernas regordetas y se incorporó despacio. Seguí sus ojos y descubrí con espanto que se dirigían al mar que ahora también estaba vivo. La niña lo observó por unos instantes, con hambre. Parecía entender el llamado de las olas. Respondió galopando como un caballo nuevo. Cuando advertí que el agua le llegaba a las rodillas, decidí correr a buscar ayuda. Encontré a mi hermano lustrándose los zapatos al pie de la escalera de servicio y le grité.
__“Amadeo, por favor, corré, vení, hay una chiquita en el consultorio de papá. Se va a ahogar!”.
Alguna fuerza invisible lo sedujo e hizo que me creyera y que corriera a mi lado dando zancadas sin hacer preguntas.
Al llegar, revisó el lugar con desconcierto interpretando el cuarto vacío como otra de mis bromas absurdas.
__“Dónde está, ¿me querés decir”?
Yo no hice más que señalar el porta retrato.
Amadeo lo levantó, sus ojos enterrados en un sentimiento para mí inubicable.
_ “Papá no quiere recordarla, ¿acaso no entendés?, gritó. Y arrancó la foto de la mujer parada de espaldas con un gesto desgarrador.
“Guardá la foto de mamá donde la encontraste y volvé a poner la de Julia en su lugar. Y apurate, porque en diez minutos nos pasan a buscar para ir a la misa”.
22 de enero. Ya han pasado tres años desde que se ahogó mi hermana Julia. En la misma fecha, un año después, se ahogaba mamá.
Llevé la foto de la mujer parada de espaldas con las dos manos, sin dejar de mirarla nunca. Después de enterrarla en el fondo del cajón, debajo del saquito de hilo celeste que me había tejido aquel verano, mamá murió, por primera vez, para mí.

SUEÑO NO CORRESPONDIDO

Un hombre con el que vengo soñando hace unos meses es uno que no he conocido en vida. Se llama Aurelio. Aurelio no fue pariente lejano ni cercano. No agujereó mi boleto de tren ni me vendió una camisa con botones de nácar. No pidió mi mano. No me cedió el asiento en el colectivo ni ofreció llevarme hasta Choele-choel. Yo a Aurelio no lo conozco hace mucho tiempo.
Ayer me dormí tarde. Más tarde que de costumbre y fue a propósito. No quería soñar con él. Aurelio me estaba aburriendo. Lo único que hace en mis sueños es mirarme de lejos. Aurelio me incomoda. Además acababa de ver una película en cable que me dejó intranquila. Era sobre un hombre que soñaba con un ladrón. El hombre se llamaba John. El ladrón había muerto en un asalto y en sueños le susurraba cosas en la cabeza a John. Entonces John se despertaba con ambiciones desconocidas. Le empezaron a gustar las armas y objetos que no podía comprar. En sueños John tomaba lecciones de asaltante. Hasta que un día atracó el Banco Interamericano de Bienes y mató al cajero. Cayó preso. John juraba ser inocente, pero nadie le creía. Su abogado tampoco y prefirió declararlo demente.
No me quería dormir. Tenía miedo de las intenciones de Aurelio. Me dediqué a las palabras cruzadas, organicé mis recetas de cocina y a escribir reseñas en las fotos del verano. Nada. Imposible dejar de relacionar a John con Aurelio. ¿Qué clase de incomodidad había sembrado en mí la trama de esa película de bajo presupuesto?.¿Qué me pasaba? ¿Era mi frágil voluntad lo que me asustaba? ¿Acaso me gustan las endivias, ahora? ¿O el color amarillo?. ¿Tengo unas ganas ajenas de matar a alguien? No. Tranquila, me dije. Aurelio es inofensivo y honesto. Te mira y espera. Aurelio es aburrido y desapasionado, nada más.
Pero no puede evitarlo. Mis párpados cedieron y me dormí con las fotos del verano pasado sobre el pecho. Aurelio no tardó en aparecer. Estaba parado en el techo de un cobertizo. Desde allí me miraba con tristeza. O no. Con desilusión. Sí. Su mirada expresaba una desilusión espesa y gris. Yo le sonreí, un poco por culpa. Empecé a regar un cantero intrincado de lirios y hiedras para distraerme. Aurelio bajó del cobertizo sin hacer ruido. Se acercó despacio, como agonizando, por la derecha. Me pidió agua de la manguera. Me sorprendí. Era la primera vez que lo volvía a escuchar desde que me había dicho su nombre. Después sacó un pañuelo a rayas del bolsillo interior del saco y se secó la boca.
-Lo nuestro ha terminado- me dijo.
Me sorprendí aún más. ¿Que lo nuestro había terminado?. ¿Lo nuestro?
Que la tardanza de esa noche era una señal indubitable, dijo.
Yo me agité, me avergoncé y sobre todo me callé.
¿Aurelio sabía que no quería soñar con él? ¿Qué había hecho todo lo posible por no dormirme a la hora de siempre?
No quería preguntar, no quería saber ni entender. Seguí regando intercalando miradas entre el cantero y Aurelio. Lo que hizo a continuación me aterrorizó. Se cortó un mechón de pelo con una navaja y me lo entregó.
-Por si cambia de opinión-, dijo.
¿Opiné algo? ¿Cuándo? Estiré la mano y él apoyó el ramillete oscuro y áspero sin dejar de mirarme. No tenía dónde guardarlo. Sentí confusión y asco pero no me atreví a demostrarlo. Quería despertar. Le dije una estupidez. Que yo nunca había sido muy puntual y que eso me había traído problemas con el presentismo en el trabajo..
-Es una pena, una verdadera pena-, dijo. -Creí que usted era la mujer golondrina que he estado esperando-,
Sí, sí. Me gusta emigrar. ¿Cómo sabe?
- La espero desde la tarde en que me lancé del puente.
-Suicidio, fue? Lo siento tanto. Qué difícil, le dije extinguiendo mi repulsión.
¿Qué quiere de mí este hombre?
-La muerte no fue idea mía, no crea- dijo Aurelio. Su voz era dulce, clara. Continuó.
-Me costó creer que el suicidio era lo debido, se lo aseguro-.
Hilaba las palabras lento mientras hacía dibujos con un palito en la tierra cerca del cantero. Sus arabescos me calmaban. Mi cuerpo tenso empezó a ceder.
Aurelio contó que antes de morir, soñaba con un hombre. El hombre del sueño era delgado y de piel cetrina según dijo. Y muy preciso. Le daba extraños consejos. Una y otra vez. El hombre del sueño nunca le daba explicaciones. Sólo instrucciones. Que se pusiera su mejor traje y después saltara del puente cerca de la represa, a las seis.
Yo escuchaba con tanta atención.
La única esperanza de encontrar el amor para Aurelio, no era en esta vida, le había dicho ese extraño hombre a Aurelio en sueños. Aurelio dijo que tardó un año en convencerlo. El hombre del sueño era muy persuasivo. Una misteriosa mujer no tardaría en llegar después de que saltara del puente. Le dió su descripción. Y el nombre. Sofía. ¿Como yo?
Aurelio le creyó.
El corazón del pobre Aurelio se llenó de ilusión y una tarde...saltó. Con la esperanza de conocer después de muerto a esa mujer.
Mis ojos se humedecieron un poco. Después más y más hasta que el desconsuelo fue completo. Dejé de regar y de querer despertar. Sólo me senté sobre el charco que se había formado a mis pies, para escucharlo. Aurelio arrancó un lirio y siguió con el relato, mientras la hacía girar cerca de su nariz aguileña.
-Pasó mucho, mucho tiempo. Tanto, Sofía. Hasta que aquella noche la vi aparecer en la playa enterrando medallas.
Sí. Es cierto. Lo recuerdo! Una noche tuve un sueño rarísimo.
Estaba en una playa muy extensa. Llevaba una bolsita de paño color celeste llena de medallitas de Santa Cecilia que enterraba mirando intermitentemente hacia todos lados por miedo a que alguien me viese. Pero no sabía que Aurelio estaba alli!
-Enseguida supe que era usted, Sofía. Ese perfume de plumas, esos ojos en punta. La descripción encajaba tan perfecta"
¿Yo? Este hombre no es aburrido. Soy una idiota, me dije mientras Aurelio seguía desgranando las palabras del relato.
"Pero las instrucciones del hombre del sueño fueron muy precisas. Tenía que esperar setenta noches antes de confesarle mi amor, Sofía. Me lo dijo… me lo dijo tantas veces el hombre del sueño. Y si la noche previa a la declaración, la noche número sesenta y nueve, usted llegaba tarde, la señal debía ser interpretada como un no. Esa noche era la de hoy.
Y yo no me quise dormir. No quería soñar.
-Usted ha llegado tarde, Sofía.
Y lloró. El silencio que se sucedió después de esa frase, duró una vida.
-Ahora me despido. Debo seguir buscando a mi Sofía en otros sueños-
No, no. Un momento. Pero no dije nada.
La figura de Aurelio empezó a desvanecerse. Se iba confundiendo con una bruma amarronada. Su voz volvió a sonar desde lo lejos como un eco agrio.
-Si decide volver a intentarlo sólo tiene que dormir con el mechón de pelo encerrado entre sus dedos, dijo. Y desapareció.
Me desperté a mitad de la noche, desencajada. Bajé a servirme un vaso de algo. Caminé por la casa. Prendí la televisión. Otra vez esa película siniestra del hombre que sueña. No. Mejor algún programa sobre el antiguo Egipto o un videoclip de Queen.
Me quedé dormida nuevamente en algún momento. No recuerdo.
Al despertar a la mañana revisé mis manos, las escarbé hasta que enrojecieron.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

MAMÁ, ¿POR QUÉ LIDIA NO SE SIENTA CON NOSTROS A LA MESA?

Esa pregunta la formulé el 21 de junio de 1968
a la hora de comer. Lo recuerdo con mucha precisión
porque empezaba el invierno y fue el mismo día que
me agarré el dedo gordo de la mano
con la puerta del falcon. Lidia, la señora
que trabajaba en casa, esa noche se sentó
a la mesa para ayudarme a cortar con el cuchillo.
El dolor punzante en mi dedo me impedía
hacerlo por mis propios medios.
Mamá comía atún La Campagnola con ensalada
de chauchas y yo milanesa con puré.
Ustedes se preguntarán por qué la que
me ayudaba era Lidia en vez de mamá…
Por suerte ese tipo de preguntas
no se me ocurrían a mis seis.
Lo que yo quería saber era mucho más importante.

_ Mamá ¿Por qué Lidia no se sienta siempre con nosotros a la mesa?
_ Porque está cansada de estar con nosotros todo el día, gordita.
_ Estás cansada de nosotros, Lidia?
_ No
_Mamá…dice Lidia que no está cansada.
_Bueno. Y qué va a decir, chiquita.
_ A mí me parece que Lidia no se sienta porque no te gusta. ¿Es porque dice jodida, mina, culo y la calor?
_ Pero qué disparate! Qué estás diciendo!
_ No se preocupe, señora. Es una nena…
_No se dice nena , Lidia. A mamá no le gusta. Tampoco le gusta que diga rojo, apetito, coche, hermoso y falleció.
_Clemencia! Qué te pasa? Mirá que te vas a ir a la cama sin comer arroz con leche, eh!
_No se haga problema, señora. Es cierto, me falta educación. Voy a tratar de hablar mejor, permiso.
_ Mirá lo que hiciste! Te vas a tu cuarto inmediatamente. ¿Y por qué llorás, ahora?
_Porque me duele mucho el dedo.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

LOS DELIRIOS DE GRANDEZA DE MAMÁ

Para levantar mi autoestima mamá incurría en comparaciones inexplicables. Cuando me quejaba de mi pelo voluminoso, me decía que era un disparate. Que así lo usaba Rita Hayworth. Cuando lo que me obsesionaba era mi nariz, me decía que Barbra Streisand era fabulosa.
- ¿Porqué no le escribís una carta al príncipe Carlos?
Según mamá, el futuro rey de Inglaterra caería rendido sobre mis pies número treinta y nueve en cuanto terminara de leerla.
Un día apareció con la loca idea de que tenía que conocer al hijo del Aga Khan.
- Yo te pago el pasaje, gordita. Con lo bien que hablás inglés…
Eso era lo único que según mi madre yo necesitaba para conquistar a sus candidatos de realezas lejanas.
- Mamá, tengo las piernas gordas...
- Fuertes, como las de Amelita Vargas.
- Mamá, mis labios parecen dos salchichas de viena..
- Sensuales como los de Jean Paul Belmondo.
Nunca terminaba de entender si las comparaciones que hacía mamá eran edificantes o desmoralizantes. Si lo que me brindaba era una ayuda invaluable o una insinuación velada de que esperaba mucho más de mí.
Yo no tenía la nariz tan grande como la de Barbra Streissand... pero tampoco su voz de terciopelo.
Es cierto. Tenía el pelo inflado como el de Rita Hayworth. Pero ni un gramo de su belleza extraordinaria.
Y el Príncipe Carlos jamás recibió esa carta. Y con la plata del pasaje para ir a conocer al Aga Kahn mamá arregló la trompa chocada  del Falcon.
Los labios carnosos de Jean Paul Belmondo, pero ninguna oferta del cine francés para protagonizar una película de acción. Las piernas de Amelita Vargas, pero la cintura de Danny de Vitto.

Un mes antes de mi casamiento me obesioné con la idea de que tenía cara de varón. En las pruebas del vestido cada vez que me miraba al espejo sentía que era mi padre disfrazado de novia.
Una vez más mamá salió en mi auxilio.
- Mamá. Me parece que tengo cara de hombre…
- No te preocupes, mi chiquita…con el tul y las flores...