miércoles, 18 de noviembre de 2009

TODO X DOS CUERPOS

Hay días en los que estoy tan contenta que un cuerpo no me alcanza. Necesitaría nueve metros más de venas y de arterias para que otros litros de sangre irriguen mi alegría. U otro cuerpo con cuatro o cinco orejas que me ayuden a amplificar los rulos de las risas. Ojos a montones y varias hileras de dientes para masticar la sensación escandalosa. Algunos pares de manos para aplaudir en cannon. Cuatro piernas para saltar poderosa y precipitarme a tierra como un gato. De pelos ando bien. Se erizan cuando río haciéndome ver como un pompón peludo de diente de león. Otras tantas bocas para disparar carcajadas y chorros de lágrimas que me ayuden a volver visible mi borrachera de contento.

LA CAIDA

Caí de una altura inexistente. Mis huesos resistieron el golpe pero el alma. A pesar de no sufrir daños visibles la presiento rota. Pero esa no es la peor consecuencia del accidente. No. Al caer se me han perdido algunas palabras. Peligrosas palabras. Las había apoyado en LA punta de la lengua antes de caer. Si. De esas que se piensan, pero jamás se dicen, se han perdido. Indomables, esas palabras. Como caballos sometidos por demás al confín de una gatera. Hubiera preferido no galopar jamás esas bestias. Pero ahora compruebo que andan sueltas. Ya no están en ese donde en el que mantenía lo inconfesable.
- Pero claro que las he buscado bajo la luz de la razón, señora. Si usted llegara a interceptarlas ¿me las devolvería? ¿Me haría ese favor?
Tan hostil estaba cuando las pensé. Ya no es cierto que odie tanto a esa mujer. Sólo en ese instante lo sentí. Podría haberla asesinado pero no lo hice.
-Sí, fui capaz. Quien no. De retorcerme y destilar litros de furia sin siquiera sentir una cucharada de remordimiento.
Por favor le pido señora, ayúdeme a encontrar esas palabras.
No. No quiero recordarlas, no. Sólo abrazarlas con mi compasión de hoy. Tan amable se puede ser y al siguiente instante, perder por completo la cabeza. Caer de alturas inexistentes y encarnar al mismo demonio en cada vuelco de la caída.
-Perdone, señora, ¿cómo era su nombre?.
-¿Mamá?, qué raro. Yo madre no he tenido.

ELLA SABE

Ella sabe. Ella sabe, conoce y entiende. Ella interpreta y apila juicios sobre mi cara.
Me mira, me mira. Me mira más de lo que puedo tolerar. Avanza y retrocede hasta desgastar mi disimulo. Entra con un hola que tal y se instala. Fabrica preguntas en serie y me acribilla. Estudia mis gestos y ademanes. Ella quiere atraparme. Yo la empujo con una mueca. Ni se inmuta.
Ella sabe casi todo... menos que la odio hasta la china.

martes, 17 de noviembre de 2009

FELICIA

Ana jamás logró capturar la atención de ningún miembro de su familia. Se sentía invisible. Hasta creyó tener ese poder por lo que hacía cosas frente a los demás que resultaban imcomprensibles y suicidas. Metía los dedos en el merengue de las torta, le sacaba la lengua a las visitas y se rascaba sus partes íntimas. Como no le decían nada ella de verdad creyó tener el poder de la invisibilidad. Pero esa convicción no duró mucho. El día que intentó robar plata de la cartera de su madre teniéndola a ella sentada en el sillón del living mirándola atónita, descubrió que ya había perdido la habilidad de desparecer.
¿Qué estás haciendo?. La pregunta la tomó por sorpresa y enrojeció tanto.
Ah,¿vos me ves ahora?
¿Pero qué decís? Ahora y siempre, mocosa. No te hagás la tonta y subí a tu cuarto a escribir cien veces no debo robar monedas de la cartera de mi madre!
La capacidad de volverla invisible era privilegio de las otras mujeres de la casa pero ella no podía hacerlo a voluntad. Eran ellas las que decidían cuándo verla y cuándo no.
Ana vivió en un hogar donde todo era excesivamente femenino. Pero sobretodo, masivo. Marta, su mamá, sus tres hermanas mayores, Damasia, Carolina y Mercedes, Roberta, la gata callejera, Tita, una fox terrier casi simpática y Pedra, la tortuga de hibernación perenne que pasaba sus días al lado de otras piedras del jardín, de ahí su nombre.
Ernesto, su papá, era varón claro, pero se había ido cuando Ana tenía siete. Partió un día feriado con los ojos rojos y una curva de dolor que le deformaba la boca. Se fue inmediatamente después de que Marta le arrojara el relleno de sus cajones por el balcón del cuarto. Pero antes de pasar a ser un recuerdo para Ana, volvió a subir la escalera de servicio una vez más. Esta vez para abrazarla y darle un último beso con sabor a sopa de arroz. Ana justificó intimamente la partida de su padre sosteniendo que ella también se habría visto obligada a huir de una mujer que arrojaba cosas desde semejante altura. Ese día Ana aprendió a esquivar el dolor.
La partida de su papá dejó un enorme vacío en la casa que pronto fue ocupado por otra mujer. La abuela Lela. Mamá de su mamá, que de lela no tenía ni una peca y mucho menos de femenina. Aunque de lunes a sábado usaba pollera de sarga con blusa y los domingos un vestido color malva, no existía atuendo que pudiera disimular sus exacerbadas dotes de general retirado. Lela podía retorcerle el cogote a una gallina mientras silbaba una polca, apilar la leña para la chimenea que antes había cortado con un hacha estratégicamente afilada por ella y que además le servía para espantar a los intrusos que rondaban la casa preguntando estupideces. Abuela Lela también sabía arreglar la camioneta Ford modelo 65 con la habilidad de un mecánico avezado y su vocabulario no era menos impúdico cuando se martillaba un dedo.
Hoy todas las mujeres de Ana, menos la abuela Lela, que había muerto hace un mes sentada en su mecedora mientras le cambiaba la lamparita a su linterna, estaban allí afuera. Demasiado cerca. Rondando.
Apliadas una sobre la otra, esperaban confirmar con esa soberbia desbordante que las carecterizaba, un pronóstico sombrío. Desde el cuarto mes de embarazo, todas empezaron a vaticinar, que lo que pateaba en el vientre de Ana era otro varón. Ana, sin embargo, mantuvo su íntima convicción de que era mujeer muy oculta tras sus muecas silenciosas. Y nadie lo notó.
Fueron nueve meses de una pulseada titánica. Y como suele ocurrir, el resultado fue revertido en el último minuto. Ana cambió el sexo de su cría a escondidas y en vez de un varón al que llamarían Octavio, entró en escena una mujer de nombre Felicia.
Felicia. Así se llamaba la muñeca calva, común y silvestre que Ana acunó en su niñez. La única posesión propia y entera. No como casi todo lo que llegaba al cajón de su cómoda. Todo lo que inexorablemente heredaba de sus tres hermanas mayores, después de su arduo uso y abuso.
Su muñeca Felicia, además de la singularidad de propiedad, tenía un halo alquímico. Porque fue regalo de Mabel, su madrina fugaz. Mabel había sido el único ser extraordinario en la vida de Ana. Por lo poco corriente y apasionada, pero muy especialmente por poseer una increíble capacidad que ningúna otra pollera de la casa poseeía. La capacidad de ver debajo de las caras. Mabel se destacaba por ser experta en percibir. Lo hacía con Ana y lograba hacerle saber que la diferenciaba de la masa informe de mujeres.
Ella podía intuir tanto sus secretos estúpidos como los decididamente indecentes y macabros. Y sus deseos. El más persistente de todos lo conocía de memoria. Ana iba tras alguna aventura que la arrancara del anonimato, porque aunque todo indicara lo contrario, sabía que era posible ser especial para alguien.
Ana descubría su identidad real cuando amarraba su sombra contra Mabel. Qué manera de deshojar carcajadas, de compartir anécdotas maliciosas, de devorar sueños venenosos. Pero el reinado de Mabel duró demasiado poco. Un lunes ocho cayó muerta de dolor. Al recibir la noticia Ana sangró por dentro. Pero después de contener la respiración por casi tres días, suturó su herida lo más rápido que pudo y jamás preguntó el motivo que produjera la tristeza letal de Mabel. Intimamente sospechaba que podía ser una tristeza conocida y contagiosa. Y ella era extremadamente vulnerable a los contagios, pero sobretodo, muy cobarde para pensar en ser efectiva para morir.
Y fue entonces que, en honor a Felicia, la muñeca calva común y silvestre, regalo de su madrina fugaz, Ana eligió darle ese nombre a su añorada hija mujer.
Inmediatamente después del bostezo del Dr. Cassumendi le siguió el último grito que dió Ana antes de enmudecer de alegría.¡Felicia!.
El Dr. Cassumendi no tuvo ninguna duda. Asumió que la paciente conocía perfectamente el nombre de la recién nacida y eso fue lo primero que anotó en su legajo. Felicia.

MUJER, DIJO LA PARTERA

Ana nunca había planeado tener seis hijos. Pero sí una hija.
Los primeros cinco intentos, fueron varones. Los tuvo como quien se come muy a su pesar los primeros caramelos que caen de un bolillero, a la espera de que en la siguiente oportunidad caiga el más codiciado. Ese que le hacía segregar litros de saliva. Ese de color pálido pero de aroma tropicalísimo e intenso. Su preferidísimo caramelo de sabor a ananá.
Por supuesto que Ana amaba a sus caramelos de gustos no deseados. Eran varones, pero los amaba.
Teo. El primero. Tan gracioso y tierno. Tan irritablemente dependiente del visto bueno. A falta del de Ana o del de Esteban, su papá, era bien recibido el de algún hermano o el de Jannette Vinaia Rodriguez, la mucama boliviana con nombre de Miss Universo. A veces hasta le bastaba el de Tristán, el perro labrador viudo de alguna Isolda que con el repiqueteo constante de su cola parecía decirle que sí a su próximo gran proyecto, ir a bañarse. Su futuro olía a fracaso.

Demasiado pronto llegó Noel. Salvaje como la maleza que la abuela Lela se encargaba de aniquilar del jardín en el que Ana se perdía por horas. Desobediente hasta el hartazgo pero fiel a sus más íntimos deseos. Hacer lo que se le daba la reverenda gana. Para él todo el año era navidad.

Dos años después llegó Jaime. Económico en palabras. En apariencia sumiso pero terriblemente específico y peligroso. Adicto a las mentiras y a los vueltos ajenos. Amo y señor de todas las llaves perdidas de la casa que lograba encontrar con la precisión de los detectives asexuados de los libros de Agatha Christie.

Jerónimo, el del medio, llegó en sólo siete meses. Pero de indio nada. Más bien llorón y conflictuado. Adicto a la comparación y a la ofensa. Sensible incurable con dotes para el dibujo y la música. Un artista.

Belisario, ocupó el último lugar, pero no en sabiduría. Estudioso y circunspecto. Un sobrestimulado de seis años que sabía casi todo. Menos llegar a la cama solo. Al terminar de comer casi siempre se quedaba dormido sobre la mesa ahogando las migas de pan en un río interminable de baba que bajaba por su cachete redondo hasta humedecer el mantel. Alérgico a las caricias pero siempre atento para detectar quien las recibía y quien no. El último. Pero ningún orejón del tarro. De eso se encargaba Ana que sobre el tema sabía mucho más de lo que le hubiera gustado saber alguna vez.
Para ella, ser la útima de la camada nunca había significado una ventaja. Desventajas, todas. Tal vez estuviese equivocada pero lo dudaba seriamente.

QUE LOS CUMPLAS FELIZ

Año tras año repito el mismo rito agobiada por el peso de la superstición. Una torta ardiente sostenida por alguien supuestamente querido y cercano. Mi marido Bruno, o por Laura, una amiga de la infancia que no me atrevo a cambiar y a quien hoy sólo me une el recuerdo de una Rodhesia compartida en un recreo de tercer grado. Manos anónimas apagan las luces, cuchicheo previo. Y mi actuación casi grotesca de la sorpresa al ver la torta cubierta con un merengue baboso y amarillento. Un desgano indisimulable que oculto tras una sonrisa estirada por demás. Y el pedido unánime del grupete caprichoso que me rodea: faltan los deseos, vamos, vaaaamoooos! A pedir los tres deseos. Irma la vecina del quinto B, la que me presta la batidora y que escupe con cada pe que pronuncia; la abuela Delia, una vieja de ochenta y nueve que desde que dejé los pañales me regala bombachas de algodón estampadas. Una madre sobreactuada, una suegra de manual y Natalia, una compañera de oficina a quien la primera vez invité por error. Ahora cree que somos íntimas y para demostrarlo me trae un tiramisú incomible que prepara con café Dolca.
Todos cantan y, aunque no necesariamente desafinan, la canción sale mal. Por falta de ensayo nadie sabe exactamente con qué completar la línea punteada donde va mi nombre: “que los cumpla…Clemencia….que los cumplaaaa…Clemencita…..que los cumpla….Clemen… “ Todos rellenan el espacio con alguna versión de mi nombre adjudicándose íntimamente diferentes grados de relación!
Nunca puedo concentrarme lo suficiente en el ritual de los deseos. Que son tres. Porque sí. Porque es más mágico. Las velas arden desproporcionadas e iluminan la escena. Nunca falta alguien que apura. ¡Dale! O un amigo que hace un chiste indeseable aprovechando al público advenedizo para sentirse gracioso e inteligente. Todos braman, todos apuran. Parece ser que el rito les incomoda a todos. Aunque argumenten que el apuro es para evitar el chorreado de las velas rosa fosforescente sobre la torta Exquisita. Entonces uno debe pensar tres cosas con fuerza. Frunzo el ceño, elevo uno a uno los dedos de la mano… primero el pulgar, después el índice y finalmente el mayor, y soplo el velamen sin haber pensado nada. Últimamente me he refinado; no sólo no pienso nada sino que a veces deseo cosas muy concretas, que bien podrían ocurrir sin tanta divina intervención: que la cuenta del teléfono no supere los trescientos pesos, que florezca la Bignonia, que una ola de frío polar mate al mosquito del dengue.¿Un desperdicio? Suena más coherente que pedir paz en el mundo, el desarme mundial, amor en general, o el Martín Fierro a mejor actriz de reparto. La tortura recién empieza. Falta abrir los regalos. Ninguno de los presentes se concentró más de cinco minutos para elegirlo. Todos me regalan cosas que ellos leerían, se pondrían o con las que decorarían un rincón vacío de sus casas. Pero lejos están de ser cosas que querría que se salven después de una explosión.
Mmmmmm…gracias por las bombachas tiro alto, abuela! Y este año con dibujitos geométricos… se re usa.
“Consejos para una vida plena” .Uy, muchas gracias. La del libro fuiste vos, no, Nati? Claro que te lo presto! Querés llevártelo ahora?
Si, ya sé, Bruno. Ya vi el cartelito de “vale por el anillo que quieras” pegado con jabón en el espejo del baño.
¿Un curso de moldeado con porcelana fría? Irma, gracias! Después podés vender los duendes que fabrique en la feria de la Plaza Falucho, donde tenés el puestito, no?
Mamá! Una cartera imitación reptil! Si! Ya veo. La correa es ajustable, yupiii! Y está forrada en composé. Cuántos compartimentos!
Gracias. Gracias a todos por haber venido. Y ahora, si me lo permiten, voy a saltar por el balcón.

lunes, 9 de noviembre de 2009

SI

Si alguien supiera cómo me siento. Si yo lo supiera. No me duele ni la boca del estómago, ni es agudo ni punzante. No es visible ni grosero. Es sordo y es ciego y no es dolor. Es una molestia constante que me arrebata todo y me transforma en un líquido viscoso lleno de pensamientos vacuos. Y entonces busco el aliento de algún filósofo que me ataje y me devuelva a alguna orilla conocida en forma de basura escupida por su mar. Que me vomite al menos , pero que haga conmigo lo que yo no puedo.