miércoles, 28 de abril de 2010

NO SE TE OCURRA

No se te ocurra irte de este mundo sin antes responder a todas mis preguntas. Quién era tu padre? De qué murió? Porqué me hablás de podar la hiedra cada vez que intento averiguar su nombre? Me dijiste que era soldado. Y tú mamá?
Si, ya sé que te protegías pero no sé de qué. Sabías que yo invento las partes de tu historia que desconozco?. Por mucho tiempo le dije a mis amigas del colegio que mi abuela era enfermera en el Hospital Británico. Y ahora me entero de que era institutriz en una casa acomodada de Barrio Norte.
Qué estás haciendo? Abrí ya mismo los ojos. No se te ocurra morirte en este instante.
No te grito, papá.
Tengo miedo de que te mueras y te escapes de mi para siempre.

DURANTE MIS ENOJOS ESCRIBO

A veces creo que es idiota. Un tipo particular de idiota que cree que algo sabe, que algo entiende. Y no estaría mal si fuera una idiota auténtica. Pero no, nada de eso. Ser idiota requiere de un grado de concentración y de congruencia que no le es posible practicar con su cerebro amueblado de conclusiones prestadas. Ser un idiota conlleva una estética tanto de los pensamientos como de las vacilaciones. Y ella nada de eso tiene. Entonces me pregunto y si ni idiota puede ser…debe ser alguna otra cosa. Un pedazo de nada que se las da de idiota sin siquiera saber que ni a eso se atreve.

PENSOTECA

Nunca me dijeron que no podía decir ciertas cosas. Decir que los pies inmundos son inmundos. Decir que mi abuela dejaba los azulejos del baño impregnados de olor a cola.
Mi madre vigilaba mucho más mis acciones que mis pensamientos. No te comas los mocos, no metas los dedos dentro del puré, no hagas burbujas de baba, no te chupes los botones del saco, no digas eso. Nunca me dijo que no pensara.
Pero yo además de pensar lo que pensaba necesitaba nombrar. Hablar de lo obvio, denunciar, decir. La fealdad, por ejemplo. Lo feo me aterraba y me atraía con la misma intensidad. Y quería compartirlo. Los cuerpos humanos y sus deformidades. Y mucho más que cualquier otra parte visible del cuerpo, los pies feos me provocaban arcadas. Y una especie de fascinación lindante con la tortura, debo reconocer. Bocas con dientes apilados, lenguas verdes y verrugas con pelos ocupaban el segundo lugar en esta clasificación nunca dicha o escrita. Estos eran pensamientos que claramente yo identificaba como inconfesables. Como si pensar fuese un oscuro crimen que yo sola sabía que había cometido.
Pensaba. Pensaba cosas acerca de la deformidad y la inmundicia. Pensamientos obscenos que, al no poder decir, iba guardando, uno a uno, sobre los estantes de un raro mueble de mi mente al que denominé la pensoteca.