martes, 17 de noviembre de 2009

FELICIA

Ana jamás logró capturar la atención de ningún miembro de su familia. Se sentía invisible. Hasta creyó tener ese poder por lo que hacía cosas frente a los demás que resultaban imcomprensibles y suicidas. Metía los dedos en el merengue de las torta, le sacaba la lengua a las visitas y se rascaba sus partes íntimas. Como no le decían nada ella de verdad creyó tener el poder de la invisibilidad. Pero esa convicción no duró mucho. El día que intentó robar plata de la cartera de su madre teniéndola a ella sentada en el sillón del living mirándola atónita, descubrió que ya había perdido la habilidad de desparecer.
¿Qué estás haciendo?. La pregunta la tomó por sorpresa y enrojeció tanto.
Ah,¿vos me ves ahora?
¿Pero qué decís? Ahora y siempre, mocosa. No te hagás la tonta y subí a tu cuarto a escribir cien veces no debo robar monedas de la cartera de mi madre!
La capacidad de volverla invisible era privilegio de las otras mujeres de la casa pero ella no podía hacerlo a voluntad. Eran ellas las que decidían cuándo verla y cuándo no.
Ana vivió en un hogar donde todo era excesivamente femenino. Pero sobretodo, masivo. Marta, su mamá, sus tres hermanas mayores, Damasia, Carolina y Mercedes, Roberta, la gata callejera, Tita, una fox terrier casi simpática y Pedra, la tortuga de hibernación perenne que pasaba sus días al lado de otras piedras del jardín, de ahí su nombre.
Ernesto, su papá, era varón claro, pero se había ido cuando Ana tenía siete. Partió un día feriado con los ojos rojos y una curva de dolor que le deformaba la boca. Se fue inmediatamente después de que Marta le arrojara el relleno de sus cajones por el balcón del cuarto. Pero antes de pasar a ser un recuerdo para Ana, volvió a subir la escalera de servicio una vez más. Esta vez para abrazarla y darle un último beso con sabor a sopa de arroz. Ana justificó intimamente la partida de su padre sosteniendo que ella también se habría visto obligada a huir de una mujer que arrojaba cosas desde semejante altura. Ese día Ana aprendió a esquivar el dolor.
La partida de su papá dejó un enorme vacío en la casa que pronto fue ocupado por otra mujer. La abuela Lela. Mamá de su mamá, que de lela no tenía ni una peca y mucho menos de femenina. Aunque de lunes a sábado usaba pollera de sarga con blusa y los domingos un vestido color malva, no existía atuendo que pudiera disimular sus exacerbadas dotes de general retirado. Lela podía retorcerle el cogote a una gallina mientras silbaba una polca, apilar la leña para la chimenea que antes había cortado con un hacha estratégicamente afilada por ella y que además le servía para espantar a los intrusos que rondaban la casa preguntando estupideces. Abuela Lela también sabía arreglar la camioneta Ford modelo 65 con la habilidad de un mecánico avezado y su vocabulario no era menos impúdico cuando se martillaba un dedo.
Hoy todas las mujeres de Ana, menos la abuela Lela, que había muerto hace un mes sentada en su mecedora mientras le cambiaba la lamparita a su linterna, estaban allí afuera. Demasiado cerca. Rondando.
Apliadas una sobre la otra, esperaban confirmar con esa soberbia desbordante que las carecterizaba, un pronóstico sombrío. Desde el cuarto mes de embarazo, todas empezaron a vaticinar, que lo que pateaba en el vientre de Ana era otro varón. Ana, sin embargo, mantuvo su íntima convicción de que era mujeer muy oculta tras sus muecas silenciosas. Y nadie lo notó.
Fueron nueve meses de una pulseada titánica. Y como suele ocurrir, el resultado fue revertido en el último minuto. Ana cambió el sexo de su cría a escondidas y en vez de un varón al que llamarían Octavio, entró en escena una mujer de nombre Felicia.
Felicia. Así se llamaba la muñeca calva, común y silvestre que Ana acunó en su niñez. La única posesión propia y entera. No como casi todo lo que llegaba al cajón de su cómoda. Todo lo que inexorablemente heredaba de sus tres hermanas mayores, después de su arduo uso y abuso.
Su muñeca Felicia, además de la singularidad de propiedad, tenía un halo alquímico. Porque fue regalo de Mabel, su madrina fugaz. Mabel había sido el único ser extraordinario en la vida de Ana. Por lo poco corriente y apasionada, pero muy especialmente por poseer una increíble capacidad que ningúna otra pollera de la casa poseeía. La capacidad de ver debajo de las caras. Mabel se destacaba por ser experta en percibir. Lo hacía con Ana y lograba hacerle saber que la diferenciaba de la masa informe de mujeres.
Ella podía intuir tanto sus secretos estúpidos como los decididamente indecentes y macabros. Y sus deseos. El más persistente de todos lo conocía de memoria. Ana iba tras alguna aventura que la arrancara del anonimato, porque aunque todo indicara lo contrario, sabía que era posible ser especial para alguien.
Ana descubría su identidad real cuando amarraba su sombra contra Mabel. Qué manera de deshojar carcajadas, de compartir anécdotas maliciosas, de devorar sueños venenosos. Pero el reinado de Mabel duró demasiado poco. Un lunes ocho cayó muerta de dolor. Al recibir la noticia Ana sangró por dentro. Pero después de contener la respiración por casi tres días, suturó su herida lo más rápido que pudo y jamás preguntó el motivo que produjera la tristeza letal de Mabel. Intimamente sospechaba que podía ser una tristeza conocida y contagiosa. Y ella era extremadamente vulnerable a los contagios, pero sobretodo, muy cobarde para pensar en ser efectiva para morir.
Y fue entonces que, en honor a Felicia, la muñeca calva común y silvestre, regalo de su madrina fugaz, Ana eligió darle ese nombre a su añorada hija mujer.
Inmediatamente después del bostezo del Dr. Cassumendi le siguió el último grito que dió Ana antes de enmudecer de alegría.¡Felicia!.
El Dr. Cassumendi no tuvo ninguna duda. Asumió que la paciente conocía perfectamente el nombre de la recién nacida y eso fue lo primero que anotó en su legajo. Felicia.

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