miércoles, 19 de noviembre de 2008

UNA VAGA IDEA DE QUIÉN

Quién soy. Para ayudarme a averiguarlo cosieron a mi cuerpo un nombre. No me alcanza. Mi padre me contó que me resistí más de lo normal a someterme a él. Parece que no podía relacionar los labios ondulándose al pronunciarlo con algo que me perteneciera . La palabra me fue ajena por un tiempo prudencial. Luego de taladrarlo en mis oídos con constancia, lograron que acudiera a los llamados. Después del aterrizaje entre los de mi especie, entendí con alguna parte de mi, que eso que repetían cuando me miraban, en todos los tonos y músicas que sus voces podían componer, era un nombre.
Como tetera, tronco, nube, silla, piedra.
Representaba algo con lo que estaba obligada a identificarme. Algo que me envolvía de pies a cabeza sin revelar mi relleno invisible. Necesario para retener mi condición sólida sobre el mundo. clemencia, Clemencia? Clemencia!
Así ocurrió con Miranda. Al principio era indiferente. Luego de perforar su sueño felino con la palabra críptica como lo hicieron conmigo, logré atrapar su atención. Ahora cuando la llamo, enfoca sus orejas triangulares, entrecierra los ojos de pupilas verticales y se acerca. Deja suspendido su mundo de gato sobre una rama. Somos parecidas Miranda y yo. Nos adaptamos. Pero no somos eso a lo que nos amoldamos.
Quién soy. Mi pensamiento más nuevo se ensucia con la incertidumbre de no saber. Quién soy. Quién compró café, quién se hamacó para tocar el cielo con los pies, quién escucha detrás de las puertas, quién levantó el diario dell piso, quién le gritó imbécil al que tiró una lata por la ventana.
Ya no tengo ganas de doblegar la voluntad para negar. Necesito soltar la mordaza. Porque ha crecido más de lo deseado. Ya los ojos se me salen de las órbitas y la bóveda del cráneo me duele tanto. Por no saber quién soy.
La incertidumbre se acomoda en la boca. Cada vez que pronuncio la nefasta combinación de palabras mi lengua se corroe un poco más. Quién soy.
Yo que me jacto de una originalidad pasmosa, reconozco que no soy nada más que otra. Igual a las otras. Salada, líquida, proclive a morir lejos de la masa que me obligó al origen. Sin saberme gota. Debo aceptar con un tipo de humildad que nunca practico, que lo único que se, es que me resulta fácil y placentero plasmar lo que esta gota siente. Pero sentir y ser. Y tener. Cuál es la diferencia. Tener un defecto. Ser un defecto. Pareciera que la razón me sirviese para distinguir entre esas palabras quilla. Virtudes, defectos. Unas me elevan hasta navegar el cielo. Las otras encallan infiernos en mi cabeza. Pero todo ocurre tan rápido qué no llego a discernir cual es cual.
Quién soy. En ocasiones presiento la amenaza de no saber, entonces me duermo, o me callo, o me retiro aceleradamente en pos de una cita inventada cerca de la estación. Hasta saludo con un beso antes de partir.
No sé naufragar. Pero son tantas las veces que pierdo la orientación y el control del barco que estaba siendo. O haciendo, o pensando. Y quiero morir, o matar a mi madre, o llorar hasta escurrirme entre las baldosas. Correr hasta al paraíso de donde dicen que vine, y hundirme hasta apoyar mis pies en el fondo de este misterio. Quién seré.
Un blanco para esas invasiones momentáneas y certeras que se llaman emociones. Tal vez. O todo lo que ellas me insinúan y me dictan. Pareciera que lo único estable es ese vaivén. Van y vienen. Sólo puedo saberlas nómades. Y visualizar sus matices. Tonos acerados cuando la que visita es la ofensa; alquitranadas cuando lo que obnubila la visión es el arrebato de la furia, claras, casi traslúcidas cuando el cuerpo y el alma nadan en un líquido que podría llamarse felicidad.
Casi siempre se imprimen en forma de arrebatos. La última produjo un retraso imperdonable. Perdí un tren conmovida por un insecto atrapado en un farol. Uno de esos bichos que generalmente despego con asco de la suela de mis zapatos, hoy me hizo llorar.

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