sábado, 18 de septiembre de 2010

SERMÓN


Solté una carcajada después del amén. Sus sermones me producían un efecto tan siniestro  que  llegué a creer que estaba poseída. Cuando nos llamaba a la austeridad, sentía deseos irrefrenables de ahogarme en la gula. Y si intentaba inspirarnos a amar, al regresar a casa me detenía en cada una de las almas de mi cuadra y las desollaba vivas.
Cuando el último gorjeo de mi risa se apagó, él giró la cabeza como la de un soldado ruso y me quemó con sus pupilas. Después se esfumó por la puerta de la sacristía.
Una charla intrascendente nos entretuvo a la salida hasta que alguien dijo, “Se hace tarde”, y nos obligó a partir.
El grupo se disipaba de a poco con sus bicicletas inglesas, mientras  yo luchaba por liberar el candado de la mía. Entonces apareció de la nada vestido de civil. Y con una furia que aún hoy me aniquila, me arrastró seco de palabras hasta una pared sin revoque y me besó hasta hoy.

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