jueves, 23 de abril de 2009

LOS BUENUDOS

Aquí vienen. Son todos buenos, todos educados, todos católicos, todos un poco estúpidos y aburridos. Viajan en un auto muy grande, desvencijado y pintado en algunas partes con pincel. Viajan en pilas, todos apretados, pero no reclaman. De tan buenos son tediosos, exasperantes, irrespirables, asesinables.
Son ocho. La mamá, buenuda, el papá buenudo, dos buenudos adolescentes dóciles sin causa y cuatro buenuditos menores llenos de picaduras y tos convulsa que, juntos van a misa. Hace poco me enteré de que un noveno buenudo viene en camino y que nacerá en una clínica que no se pinta desde mil nueve ochenta y siete.
Los buenudos siempre tienen muchos hijos. No se animan a ir encontra de lo que dicen los papas porque les da miedo ir al infierno. Entonces traen al mundo niños y más niños que no pueden mantener por lo que reciben donaciones de allegados culposos que los critican y los detestan. Los buenudos a eso le dicen providencia
Los buenudos no son pobres. Son seres incompatibles con él éxito de cualquier clase. Están untados con una mansedumbre irritante que los torna patéticamente conformistas. Se amigan con las carencias reinantes y se animan a ser felices. La madre buenuda prepara arroz con leche y tortas kilométricas que se queman mientras teje pantuflas en punto santa clara. Ella no lee, ni pinta, ni se tiñe el pelo. El papá es abogado y defiende casos enfundado en trajes que nunca fueron a la tintorería. La hija mayor cree estar a la moda porque usa vincha. El segundo es bastante lindo pero los pelos que le crecieron en las piernas son largos y lacios, y tiene una barba indecisa y blanda que lo vuelve deprimente.

La estética de los buenudos es exasperante. Es un recordatorio constante del agobio y la incapacidad para vivir en la belleza.
A los buenudos los becan en todas partes y los curas y las monjas los ponen como ejemplo. Heredan inscripciones a clubes de primera línea y conviven con sus agrios bártulos multicolores que incluyen bolsas de supermercado y de Cacharel, entre gente que gasta más en alimento y spas para sus mascotas, que ellos en comida. Van al club de la mañana a la noche y usan todas las instalaciones. Almuerzan sandwiches de paté en pan francés, toman agua de la canilla, de postre bananas pasadas con olor a rancio y nadie se queja.
Los buenudos también van a la playa. Les prestan casas los primeros días de diciembre o en la segunda quincena de febrero. Muchos buenudos no se broncean. Se ponen de color rosa y se descascaran hasta el último día. Usan barrenadores de telgopor, juegan al tejo y a la paleta pero nunca paran al heladero. Los más chicos hacen pozos y cuando se enojan, se tiran arena húmeda en la cara y lloran abriendo mucho la boca. Se secan al sol sobre lonas azules y rojas de flecos descocidos, estampadas con sogas y barquitos, los hombros embadurnados en Sapolán.
El padre sale a caminar con alguno por la orilla y le cuenta una película de Chevy Chase que vio en los ochenta. La madre duerme al menor debajo de una sombrilla enclenque y lo cubre con un par de toallas finitas, rayadas y desteñidas.
Cuando van a un casamiento los buenudos usan trajes y vestidos prestados. Ellos, mangas demasiado largas, puños arrugados, sacos ceñidos, cuellos de camisa blandos y corbatas que fueron anudadas hasta la eternidad. Ellas, tacos arratonados, accesorios de strass mal engarzados, flores de mercería lívidas y mustias en el pelo o en los escotes y exceso de clips en los peinados caseros.
Los buenudos tienen casas donde pasar la franela no un hábito. Por lo que sobre sus muebles descansa una gruesa e intricada capa de polvo, rellena de pelusas, pelos de todos ellos y de sus animales. Los colchones de los mayores huelen a humedad y los de los menores a pis. Sus sábanas de pocos hilos están plagadas de bolitas. En el baño más toallas corroídas, percudidas y ásperas. Jabones con grietas negras y olor a nada. Cortinas de baño decoradas con hongos y alfombritas recolectoras de mugre.
Si se les muere alguien, los buenudos practican la aceptación, consuelan a terceros y arman santuarios de papas y beatos iluminados por velas mortecinas y hacen cadenas de oración.
Cada tanto un pariente pudiente les regala algo descomunal como una televisión plana de cincuenta pulgadas que no condice con el contexto raído, mal iluminado y que todos a la vez, miran, admiran, rodean y festejan como una familia de monos.


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