jueves, 4 de diciembre de 2008

UNA NIÑA MUY NORMAL (2)

Cuando era chica una de mis especialidades era llamar la atención. Mi repertorio de ideas, escenas y artimañas para lograrlo, era muy variado. A los siete años preparaba shows para entretener a los invitados mientras éstos disfrutaban de sus gin tonics, sus Jockey Club Rubios, las aceitunas verdes y las papas pay. El ritmo elegido: el chotis madrileño. Vestía enaguas con nudos en los breteles, portaligas, labios desprolijamente pintados con un rouge rojo furioso, tacos con algodones en las puntas, pelo recogido con clips y un paraguas negro. Mi baile, de dudoso gusto, no dejaba de ser una genialidad. Improvisación pura que incluía guiños de ojos, zarandeo de caderas, pataditas alrededor del paraguas y un desparpajo desgarrador. Aplausos rabiosos al final del baile, carcajadas, augurios de una próspera carrera artística. Algunos asistentes me comparaban con Liza Minella, Isadora Duncan y Shirley Temple, otros lanzaban ofrecimientos al aire para ser los representantes de la talentosa criatura. Una crueldad. Ya que yo creía cada una de sus palabras con una fé exagerada. Y días más tarde le preguntaba a mi madre cuándo empezaba mi carrera de estrella del "baile espontáneo" de estas latitudes. Desconocía entonces que los adultos sembraban ilusiones en las almas infantiles sin medir las consecuencias. Hoy esta imagen entre bizarra y tierna me acompaña. Una vez al año la desempolvo y la recreo mientras oigo llover.
Las formas más extremas que recuerdo para lograr que mis padres posaran su atención en mí, son las asociadas con la inmolación. Desde el intento de estrellarme con mi triciclo contra un jacarandá, hasta la amenaza de tomar un brebaje venenoso preparado con shampoo de algas, vinagre blanco y mayonesa. Acarreaba el oscurísimo frasquito con la letal mezcla escondido entre la ropa, en caso de emergencia. O sea por si mis padres o hermanos mayores, me empujaban al suicidio. Había etiquetado el misterioso frasco con una calavera dibujada con el grueso trazo de un marcador negro sylvapen. En esos días no sabía lo que era evitar el cliché.
Un día, después de ofenderme por un reto injusto y a mi parecer desproporcionado, decidí morir de inanición. Quería que me encontraran muerta abrazada a mi muñeca. Mi voluntad se quebrantó seis horas más tarde frente a una colita de cuadril rellena con ajito y perejil y un puré de papas con nuez moscada y mucha manteca.

Continuará

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